martes, 11 de diciembre de 2012

Pequeñeces que valen mucho


Hoy he vivido una situación peculiar que por lo extraña, por lo sencilla, porque aún queda gente que se deja "ver", me ha alegrado una tarde agotadora.
21.30. De vuelta a casa desde la facultad, un chico sudamericano (que es lo de menos y no lo es... porque ¿es cierto o no que tienen facilidad para las relaciones sociales?) me para en la calle y me dice que si puede permitirse el atrevimiento de preguntarme algo. En un primer momento pienso ¿qué narices me irá a preguntar?, a saber... Me aventuro a decirle que sí. ¿Por qué no? Claro, por supuesto, de qué se trata... Y acto seguido él señala la bicicleta azul cielo del escaparate y me pregunta que qué me parece. Y me explica: que le gusta, que ha pensado comprarla, pero que no sabe... por el color, quizá, porque puede ¿parecer de chica? Y quiere saber mi opinión. Sí, mi opinión. La de una desconocida que pasa por la calle. Y le contesto sinceramente: No sé lo que pensará la gente, pero a mí me encanta el color azul y esa bicicleta es preciosa. Yo la compraría. Y si a ti también te gusta... pues por qué no. Adelante. Me dice que sí, que le pasa eso mismo. Le gusta el azul y le gusta la bici. Me da las gracias sinceramente, se disculpa por el "atrevimiento" de pararme en mitad de la calle y preguntarme, y se marcha. Y yo, continúo hacia casa (dos puertas más allá) con una sonrisa en la cara. Porque me encanta que haya gente que confíe en la opinión de los demás (aún sin conocerlos), porque me encanta que la gente vaya más allá de todo convencionalismo, porque me encanta la facilidad de palabra, de interacción, porque me encanta que no todos vivamos en nuestra burbuja, porque me encanta... sencillamente.


La culpable, 2012.


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