Se acercan las navidades; y es inevitable pensar en los que
ya no están, o echar de menos más de la cuenta. Yo pienso en mi madre, y pienso
en la enfermedad que se la llevó.
El cáncer es la peste negra del siglo XXI. No sólo por
tratarse de una epidemia que se extiende a pasos de gigante; que no discrimina
edad, sexo, o nivel de vida. También porque como la peste, contagia a todo lo
que encuentra en el camino.
Hoy día se habla de esta enfermedad como algo pasajero, como
algo que se puede superar, como algo contra lo que luchar y dejar atrás. No
siempre es así. A veces es mortal. A veces, ya desde el diagnóstico, no hay
remedio. Hay quien se derrumba, quien decide pasar sus últimos años, meses,
días... lamentándose. Pero también hay quien, como hizo mi madre, lo afronta
con valentía, con serenidad, con una sonrisa en la cara mientras el dolor lo
permite.
Cuando el cáncer hace acto de presencia, todo cambia. Los
más cercanos se ven envueltos en un nuevo modo de vida que no solo incluye la
medicación, las constantes visitas al hospital, la quimio, las noches sin
dormir, la delgadez extrema... Los cercanos son capaces de adaptar sus
horarios, sus actividades cotidianas, su actitud. El sentido del humor (no la
risa absurda, sino la capacidad de hacer del drama algo llevadero) aparece en
los momentos más insospechados, y en los que más se lo necesita. En ocasiones,
sucede sin haberlo pensado. Uno cambia sin darse cuenta, uno se siente más
fuerte porque tiene que acompañar, que cuidar, que sentir sin caer agotado
sobre la persona enferma. Uno re-elige la vida, porque esa otra persona no
puede escoger. Yo fui de esas. Re-elegí la vida. Re-elegí sonreír.
A veces, y a pesar del dolor, uno sólo tiene ganas de decir
gracias. Gracias, mamá.
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Una despedida tan triste como hermosa. Ordesa, 2012. |