Era un 13 de agosto, o un 15 de noviembre, no recuerdo bien. En un café de la calle Comedias. Los pantalones pegados a los muslos y dos cercos de sudor en la camisa. El cortado ya frío en la taza. Fue aquella risa que ya antes de entrar anunciaba su llegada como un heraldo, que antes de hacerse real se presentaba. Fue la risa la que volcó mi cortado y me manchó los pantalones nuevos. La risa la que abrió la puerta, rodeada de un corro de mujeres hermosas y se sentó en una mesa con toda su corte, mientras yo intentaba limpiar el desastre.
Los
observé, callado, desde mi asiento en la barra. Las mujeres acompañaban con
risas agudas aquella carcajada grave de hombre que me hacía estremecer. Era una
carcajada constante, casi macabra, que sin esfuerzo alguno, provocaba fuertes convulsiones
en el cuerpo del personaje flacucho al que poseía (sí, lo poseía) con cada
contracción de los músculos de la cara, del cuello, del abdomen… Como si en
algún momento le hubieran puesto un resorte en el diafragma que provocase
aquella risa de nunca acabar.
Lo asedié
en cuanto se quedó solo. Creo que fue la curiosidad la que me llevó a acercarme
a ella, a él. Me saludó la risa. ¿Acaso no le dolía? Se presentó: “Lucas”. Así
que se llamaba Lucas. Sí. La risa tenía nombre; Lucas. No hice ningún chiste.
No me las di de gracioso, como solía hacer con algunas mujeres. Él tampoco. No
hacía falta. Intenté por todos los medios evitar el contagio. Y lo conseguí, a
duras penas. Logré mantener mi tan característica e inquisidora seriedad de los
días de luto. La risa continuó ahí, conmigo, proyectándose sin motivos en el
silencio del café, salpicando grandes gotas de sudor en la frente de aquel
hombre de mirada huidiza. Gotas de sudor que resbalaban por sus mejillas y
llegaban a su boca, donde la risa se las bebía y las convertía en una nueva carcajada.
Regresaron
las mujeres. Lo rodearon, lo cubrieron de besos. Rieron con su risa y charlaron
también con aquella risa que no hacía otra cosa que reír. Esa fue la primera
vez que le vi. Creo que le gusté.
Nos
juntamos en otras ocasiones después de aquella. La risa parecía sentirse bien
conmigo. Yo le procuraba interesantes temas de conversación y ella reía tranquila
y atenta, cuando no le daba un ataque que le impedía respirar. A ratos se la
veía algo triste, y por momentos, con gesto desconfiado, los ojos entreabiertos
y ese brillo extraño que nunca supe con exactitud de dónde acertaba a salir. Pero
siempre esa carcajada en la boca abierta, tan abierta que más que un puño, le
hubiera podido meter la cabeza.
Aguanté a
la risa por insoportable que fuera (o por miedo que me diera) porque me había
propuesto averiguar su causa. Quería saber cómo había crecido tanto aquella
risa llamada Lucas, y si quedaba, dentro de aquel cuerpo, algo del hombre que
la dejó nacer.
Escribes aún mejor que aquellas tardes...
ResponderEliminarGracias, Luisa. Pero me noto la falta de práctica. Este es uno de aquellos relatos que ayer por la tarde me animé a corregir. Muchos besos.
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